Esta crónica es producto del taller de Periodismo Joven que se realiza en el Centro de Lectura Guadalupe de Ratón de Biblioteca, gracias al apoyo del Programa Nacional de Concertación Cultural del Ministerio de Cultura y Prensa Escuela de El Colombiano.
El agua no fluía
Nunca en el barrio Villa de Guadalupe habíamos presenciado un aguacero tan torrencial, las calles empinadas bajaban el agua a raudales, el granizo hacía pequeñas montañas blancas y sonaba al unísono contra los tejados. En algún momento me alcance a preocupar. Luego pensé que en mi barrio por más fuerte que lloviera nunca pasaba nada fuera de lo normal, y me tranquilice tan solo un poco.
Caía la tarde, los minutos se hacían eternos y la lluvia parecía que no fuera a cesar, sonaban truenos espantosos que hacían vibrar la ciudad. Era tan fuerte el estruendo que en mi casa invocaban a “Santa Bárbara Bendita”, y tuvieron que acudir a prender el velón grandísimo que habíamos comprado la Semana Santa pasada por las intenciones de la familia.
El granizo sonaba estridente en los techos de zinc, mientras la lluvia seguía cayendo, una corriente de aguas diáfanas bajaba por las casas y zanjas vecinas, presagiaban lo peor. La tormenta aún no pasaba, y ya sentíamos que el agua nos llegaba hasta el cuello.
Muchos sabemos que cuando llueve, en muchos de los barrios de Medellín lo primero que se tapa debido a las basuras son las alcantarillas, por las mismas que bajan colchones, cientos de papeles, pañales, botellas, plástico y cantidades de inmundicia que el ser humano desecha. Sin embargo, el alcantarillado se tapa por la exagerada cantidad de desechos y basuras que traen las aguas montañas abajo hacia el río Medellín, caudal que divide la ciudad en dos, tratando de buscar el cauce de la vida, tratando simplemente fluir.
Recuerdo que mis vecinos en su paranoia colectiva, salían al borde de sus aceras a mirar los estragos que dejaba el agua calles abajo. Comentaban que con tanta lluvia los tanques del barrio Santo Domingo, los cuales represaban el agua del barrio, se podrían rebosar, o en el peor de los casos reventar. Los más pequeños empezábamos a creernos el cuento de los tanques, sin dimensionar que seríamos testigos de las inclemencias de la naturaleza. Aunque lo peor que a uno le podía pasar, pensaba yo, era que toda esa agua se metiera con total libertad a estas casas solariegas, sin pedir permiso, sin medir las consecuencias y daños que le causaría a los habitantes de este lugar. Dañando lo poquito que encontrara a su paso e inundando habitaciones y truncando tantos sueños comunes.
Y lo peor en realidad llegó, ese día, el agua fue tanta que logró formar un verdadero río negro y una gran espesura de suciedad que obstruyo su paso, se divisó en las esquinas y rincones de la calle 95 b.
Como el aguacero no paraba, las lomas eran ahora el lugar donde se encausaban todas las aguas que se encontraban para seguir fluyendo hacia el río y como el agua tiene memoria, ella buscaba fluir por el cauce donde una vez emano, y pasaba por encima de todo lo que encontraba a su paso.
Viendo el caos ambiental en el que me encontraba, lo primero que me pregunte fue, ¿Cuánto tiempo nos quedará en Medellín disfrutar del agua potable? Lo que paso fue que una de las tantas cañadas que tiene nuestro barrio no aguanto más la indiferencia y se obstruyó, pues no estaba acostumbrada a llevar en sus aguas tantos desperdicios como le tocó arrastrar ese día.
Imágenes de: un mueble roto, una nevera sin puerta color naranja de tanto oxido, un triciclo, una chancla sin su par, zapatos descocidos, harapos y una cantidad de objetos que por imposible que parezca bajaban por la cañada. Estas fueran las representaciones que hasta el día de hoy vagan por mi cabeza, de lo que puede generar el ser humano, de lo consumistas que somos y que en realidad nunca fue culpa del aguacero, ni de la quebrada que se salió de su cauce, mucho menos del cuento de los tanques, solo ocurrió por nuestro descuido y poco compromiso por lo que nos rodea.
Por fin el agua nos dejó salir a la calle, Don Tiberio, Doña nena, Alba, sus hijos, mi abuelo y otros muchos nos dimos cuenta del olor nauseabundo que impregnaba la calle 95 b, puesto que toda la basura que no alcanzó a bajar y se quedó atascada en aceras, piedras, postes o andenes terminó esparciéndose.
Unos gallinazos ya asomaban su pico intentando abrir las bolsas, otros ya se estaban dando un gran festín con el resto de cosas que habían quedado a su merced. Mientras los muchachos y los señores de la cuadra hacíamos una comitiva de limpieza para recuperar nuestro espacio y que el barrio no se viera tan sucio y deteriorado. Mi madre, estaba en casa sacando el agua que había alcanzado a entrar y mirando si se habían dañado muchos objetos y recuperando los que no estaban tan mojados. Mi papito estaba atrapado entre tanta agua, y con sus pies encima de los muebles le pedía ayuda a mi madre.
Autor:
Jorge Mario Montoya
Usuario de la Fundación Ratón de Biblioteca