Crónica: Un, dos, tres por mi

Una mañana en la que abro mi ventana al escuchar el bullicio que hacen unos pequeños afuera, igual a los gritos y risas de cuando era pequeña, solo veo a unos niños jugando y me recuerdan cuando yo hacía lo mismo, cuando podía pasar horas jugando sin cansarme, esas veces cuando simplemente entraba a mi casa para tomar agua y mi mamá decía que ya era hora de acostarme y no me dejaba despedirme de mis amigos.

Esas veces que me escondía tan mal que era la primera a la que liberaban, o cuando todos se liberaban y nadie se daba cuenta de que seguía escondida, o las veces que me iba de tramposa y me quedaba detrás de la persona para liberarme de primera para que no me tocará contar, porque esta era la peor parte del juego.

Las veces en que caía y no sabía si reír o llorar del dolor o de la vergüenza con mis amigos, o por saber que en mi casa me esperaba un regaño o que me reprendieran porque llegaba aporreada, negociar con mi mamá y que ella me hiciera una curación pequeña con isodine y agua oxigenada, algodón o hasta con alcohol.

Las discusiones por quiénes eran los policías y quiénes los ladrones, quiénes ponchaban, quiénes eran los dueños del balón, quiénes eran los más audaces para manejar y mandar en los juegos, o quiénes liberaban la barra para que todos sus amigos fueran salvados y tuvieran la oportunidad de poder jugar otra vez.

Recuerdo una vez que estábamos jugando chucha congelada y quería descongelar a una amiga y cuando corrí me caí y casi me fracturo la nariz, por unos días tuve que pasar en casa más tranquila, pero luego volvían los días de fiesta, los días de salir con mis amigos hasta tarde en la noche porque en la cuadra solo habían niños felices jugando y mamás llamando desde las ventanas o las puertas a sus muchachitos para que se entraran ya o fueran a comer algo.

Después de pasar un rato en Facebook y salir muy curiosa porque media hora después se escuchaban los mismos niños en la cuadra, con los pies descalzos, un poco despeinada y con cara de recién levantada me pregunto parada en la puerta, ¿cómo paso el tiempo tan rápido?, ¿por qué no era parte de ese combo?, ¿por qué ahora estaba tan obsesionada con la tecnología?, y ¿desde cuándo no se me permitía jugar a la “lleva lleva” o al “escondidijo”?, ¿en qué momento se me quitó ese derecho o cómo crecí olvidé todo lo que hacía de niña?. Pensé en todas estas cosas y en todo lo que me divertía cuando salía tranquilamente a jugar con mis amigos. Entonces comprendí que ya nada era lo mismo, que las épocas son muy cambiantes, y que a pesar de que los niños de mi cuadra estaban afuera, son pocos los niños que prefieren estar en la calle teniendo una infancia increíble, porque el resto están en sus casas perdiéndose de lo que ocurre afuera.

Niños adictos a la tecnología, que en realidad son los dueños de ella, pero que en el fondo no comprenden su buen uso, que se la pasan horas y horas haciendo clic o presionando un botón muy emocionados por esa realidad virtual que solo los entretiene pero que no los emociona y llena de momentos por recordar. Han cambiado una salida al parque, los juegos en la cuadra, el encuentro con los amigos, los pelones en las rodillas, por un Smartphone o una tableta.

Autora:
Danna Marianella Quintero Cano, 8°
Usuario de la Fundación Ratón de Biblioteca

Taller de Periodismo Joven de Ratón de Biblioteca con el apoyo Mincultura y El Colombia

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