Por: Sara Díaz, Promotora de Lectura, Ratón de Biblioteca
Como muchas niñas de seis años, prefería los libros con dibujos. Buscaba ilustraciones coloridas, escenarios mágicos y personajes tiernos, siempre y cuando no fueran monstruosos (me daban miedo las figuras sonrientes de grandes ojos). Quería ver princesas bellas, blancas y delicadas, como creía que «debían» ser. Me aferraba a lo conocido y leí hasta el cansancio los mismos cuentos de princesas que me habían comprado mis padres.
Pero todo cambió el día que descubrí la biblioteca escolar. En un estante bajo encontré El rey mocho, de Carmen Berenguer. Aquel libro me pareció feo, oscuro, extraño. Su protagonista no era un rey apuesto, sino siniestro. Y, sin embargo, me provocó la suficiente curiosidad como para abrirlo. A pesar de mi miedo, lo leí, lo disfruté, me enamoré de la historia y me sentí parte de ella. Me imaginé siendo el barbero que no pudo guardar el secreto o el viento que lo reveló.
Ese fue un momento clave en mi camino lector: superar mi prejuicio me permitió explorar nuevas historias y perder el temor a los libros con menos ilustraciones y más texto. Pronto me animé con Yo, Clara y el gato Casimiro, de Dimiter Inkiow, y Nuevas historias de Franz en la escuela, de Christine Nöstlinger. Sus ilustraciones eran simples, apenas líneas sin color, pero me ayudaron a acostumbrar la vista al texto y a apreciar la economía del trazo como una forma de narrar.
Luego vinieron Cuando despierta el corazón, Tomasín Bigotes y El país de la infancia feliz, del gran Hernando García Mejía. Para entonces, ya leía libros más largos y complejos, hasta que llegué a los clásicos ilustrados: Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, y Peter Pan, de J. M. Barrie. Las ilustraciones fueron mi guía en ese proceso. Me tomaron de la mano y me mostraron que mi imaginación avanzaba a la par con la historia, ayudándome a comprender mejor lo que leía.
Poco a poco, mis libros tuvieron menos dibujos y más palabras, hasta que solo aparecían en la portada, y a veces, ni eso. Para entonces, ya era una lectora voraz. No había vuelta atrás: la lectura se había convertido en el amor de mi vida.
Años después, la ilustración volvió a mi camino lector, pero esta vez por elección, por el puro placer de descubrir su belleza y su poder narrativo.
Al inicio de mi adolescencia, mientras devoraba biografías y cuentos de Edgar Allan Poe, volví también a los libros ilustrados. Quentin Blake me presentó la obra de Roald Dahl; Arcadio Lobato, con El toro fiel, me llevó a Ernest Hemingway. Descubrí la magia de Istvan Banyai con Zoom y la diversión de buscar a Wally con Martin Handford. Gracias a ellos, aprendí que el mundo cambia según la perspectiva desde la que se mira.
El cómic fue otro gran descubrimiento. Quino se convirtió en mi obsesión y me hizo leer el periódico dominical solo para encontrar a Mafalda. En esta etapa, la ilustración me permitió ampliar mi biblioteca mental con imágenes y personajes de todo tipo: divertidos, inquietantes, extraños, hasta aterradores. Aprendí que los dibujos en los libros no son solo decoración, sino narradores silenciosos. Y, lo más importante, entendí que yo también podía contar historias con papel, lápiz e imaginación.
Ese fue otro hito en mi camino lector: el descubrimiento del arte como una forma de contar.
Hoy, en esta etapa más reciente de mi vida, reconozco con claridad el impacto que los libros y sus ilustraciones tienen en la imaginación y el pensamiento de los niños, porque yo misma lo viví. Crecer entre libros moldeó mi lenguaje, mi creatividad y mi manera de ver el mundo.
Me convertí en bibliotecaria por amor a las bibliotecas, y en promotora de lectura por amor a las palabras. Ahora comparto esa pasión con otros lectores, alentando la creatividad y el gusto por la literatura a través del arte y la ilustración.
Creo que vivimos una edad dorada de la ilustración infantil. Hoy, los ilustradores tienen a su alcance un sinfín de herramientas y se inspiran en diversas disciplinas: el diseño, la arquitectura, el bordado, el collage, incluso la gastronomía. He visto libros ilustrados con cartón recortado, fotografías de maquetas, ilustración en 3D y tejidos. Artistas como Shaun Tan, Ana Juan y Jimmy Liao han revolucionado el panorama internacional, mientras que en Colombia destacan Amalia Low, Dipacho, Valentina Toro y Alekos, entre muchos otros.
La nueva generación de ilustradores se atreve a innovar y romper moldes. Se comunican con los niños en un lenguaje visual cercano a ellos, lo que les permite identificarse con lo que leen y descubrir que el arte es una forma de expresión, no de perfección.
Por eso, sigo eligiendo la ilustración y el arte de la mano de la literatura. Porque abren ventanas a mundos maravillosos, llenos de magia, asombro y posibilidades infinitas. Y porque, después de todo, fue gracias a un dibujo que mi viaje como lectora comenzó.