Crónica: Un sábado diferente

Esta crónica es producto del taller de Periodismo Joven que se realiza en el Centro de Lectura Guadalupe de Ratón de Biblioteca, gracias al apoyo del Programa Nacional de Concertación Cultural del Ministerio de Cultura y Prensa Escuela de El Colombiano. 

Un sábado diferente

Mientras cierro la puerta de mi casa a las 7:37 am, inhalo el aire puro que se siente cuando comienza un nuevo día, es el aire que desprenden las montañas; tan limpio, puro y libre como los pájaros que cantan en el árbol del frente de mi casa.

Me dirijo a la estación del metro plus Las Esmeraldas, puesto que es la estación más cercana. Voy tarde para la clase que tengo en el Sena de la Minorista.

Sigo caminando y veo la cara larga que mucha gente lleva apenas iniciando el día, pero hoy es sábado y aún les espera una larga jornada de trabajo, atravesar la ciudad e ir hasta los lugares donde sus compromisos y obligaciones apremian un nuevo día laboral.

Llego a la estación y veo la fila que hay para recargar la cívica, cada sábado es igual. Huele a pan recién horneado, pues contiguo a la estación hay una panadería, y aunque sea tan temprano ya hay adultos y señores que van a tomarse un tinto humeante, algunos niños ya están comprando sus buñuelos para desayunar, las tórtolas asoman sus picos para recoger las migas que sus buenos vecinos dejan tiradas para alimentarlas.

Avanza la fila y es mi turno, la operaria que me atiende es joven, va peinada con una cola de caballo bajita, lleva un buso gris y con una voz suave me pregunta –¿cuánto le va a ingresar a la cívica?, –5 mil pesos por favor, le contesto.

Ya dentro de la plataforma del metro plus escucho desde los altavoces los boleros tristes que tanto le gustaban a mi abuelito Chucho, esa música me relaja a pesar del afán que tengo.

Llega el autobús y observo toda la gente que hay y quisiera esperar otro, seguir escuchando esos boleros que suenan, seguir memorando otros tiempos, pero veo la hora y ya es tarde, me adentro estrujando y siendo estrujada, cuido mis objetos para no ser despojada de las pertenencias que una joven de mi edad lleva; bolso, reloj, celular, mi libro, mis audífonos y el poco dinero que mi padre me regalo para los pasajes. Quedo muy cerca de la puerta y mis ojos buscan un espacio en el cual colocar mi mano para sostenerme y avanzar.

Desde los altavoces se desprende un “próxima estación Manrique”, e inmediatamente me alerto para ir buscando algún espacio más cómodo, pues la combinación de olores y lociones penetran mi olfato, se puede percibir el sudor de la gente que ya lleva varias estaciones atrás montada y apretada en el caluroso transporte.

Miro a mi lado y veo a Doña Luz, la señora del primer piso de mi edificio, no la saludo porque me cae mal, miro hacia el otro lado y veo toda la gente que hay en este autobús; altos, flacos, gordos, delgados, blancos y morenos, hombres y mujeres, la mayoría lleva 2 elementos casi esenciales, el bolso y el celular, y casi todos van chateando o jugando y escuchando música con sus audífonos.

Dirijo mi mirada hacia la puerta y veo como avanzamos hacia la estación Gardel, una estación llamada como el gran cantante Carlos Gardel y observo todas las discotecas que se encuentran sobre la 45, la cual una vez fue una Calle Tanguera.

Estación palos verdes, entra un gran tumulto de gente, entre ellas una dama con un bebé de brazos, al ver que no le ceden un puesto iba a intervenir pero una señora que estaba a mi lado se adelantó y dijo con tono fuerte y firme “alguien que le brinde asiento a la señora que tiene un bebé”, un adulto mayor entre tantos jóvenes distraídos en el celular se para y le cede su asiento, indignada quisiera decir algo al respecto y ayudar, pero me distrae una chica que me empuja para bajar.

Estación hospital, -¿Qué hago en la mitad del autobús? Me pregunto, sin haberlo notado la gente que iba ingresando me hizo desplazar. –¿Cómo voy a salir entre tanta gente?, suspiro.

En la estación Ruta N cerca de la universidad de Antioquia veo que salen varios jóvenes que probablemente se dirigen a la Universidad con sus bolsos y particular vestuario.

Una leve inclinación me saca del estupor en el que estoy, hoy quiero observarlo todo, quiero describir cada detalle y no me quiero perder nada de lo que sucede en mi ruta, seguimos avanzando y tomamos la curva terrible que está cerca a la estación Chagualo que me hace agarrar con fuerza de donde o quién pueda.

Al llegar a dicha estación una chica que iba a salir enredo su camisa en el cierre de mi bolso, pero por el afán que tenía jalo fuertemente su prenda e incluso la rasgo un poco ya que era de lana, me pidió disculpas con prisa porque las puertas ya estaban sonando para cerrarse.

Me distraje un momento viendo por la ventana que quedaba en frente, observando a algunos habitantes de calle haciendo sus refugios improvisados, y me pregunto, ¿cómo llegaron hasta allí?, esos pensamientos vagos se terminan cuando escucho “próxima estación Minorista”. Veo la hora y solo me quedan 4 minutos para estar a tiempo en el salón de clases.

7:56 am

Salgo de la estación con rapidez, el sol brillante me pega en los ojos nublándolos por un breve momento, me detengo para estabilizarme y observo cómo la gente que salió conmigo de la estación se va en direcciones diferentes, y se pierden de mi vista.

Paso una de las dos calles que debo cruzar para llegar a clases, a mi lado pasa un señor vendiendo churros, y el olor que desprenden son delirantes, una combinación de dulce, aceite muy caliente y crujiente se detiene en el aire.

Paso la segunda calle con premura intentando esquivar a la gente, sin embargo aún me esperan 2 cuadras más. Cuanto desearía no haberme despertado 10 minutos más tarde. Camino a paso largo y rápido, los pasos largos para un par de piernas de alguien que apenas mide 1,57 m.

Veo en la acera las chazas coloridas de los vendedores que ya tienen frutas colgadas, y mecato, pero no tengo tiempo de comprar una deliciosa manzana. Llego a la portería, saludo al vigilante de turno, es un señor moreno, alto y calvo, con uniforme azul obscuro que lleva el apellido Palacios bordado en hilo dorado a un costado, para ingresar debo abrir mi bolso y mostrar mi carnet y lo hago con bastante torpeza, muestro mi bolso y solo se pueden ver las coca donde mi mamá me empacó el almuerzo, muestro el carnet e ingreso cerrando el bolso de un tirón.

Apresurada me dirijo al elevador, veo los distintos gatos que se encuentran en el edificio pasearse, quisiera tocarlos pero no puedo, apretó el botón para que el elevador pueda bajar y mientras esté baja se me une una chica con uniforme de enfermera.

Entro al elevador sabiendo que a pesar de lo apresurada no voy tan tarde, marco el piso número 5 y la chica el 7, de repente un ligero mareo me recuerdo lo frágil que son para la vida, lo que me produce cada vez que me subo a un elevador, llego al 5 piso, me despido con cordialidad y bajo del elevador, a mis espaldas sus puertas se cierran. Ya no me apresuró pues ya solo me falta caminar por el pasillo y mientras lo hago veo por la ventana un hermoso árbol de flores rojas que siempre había estado allí pero que jamás me había detenido a ver.

La puerta está ajustada, golpeo, la abro con toda la delicadeza para que mi llegada no se note, veo a mis compañeros sentados y la instructora llamando a lista, el ambiente frío que produce el aire acondicionado roza mi piel caliente por el resplandeciente sol que abraza la ciudad.

-¡Buenos días!.

Autora:
Laura Manuela Contreras González, 10°
Usuaria de la Fundación Ratón de Biblioteca

Taller de Periodismo Joven de Ratón de Biblioteca con el apoyo Mincultura y El Colombia

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